Es una suerte que las leyes internacionales solo sean de aplicación en ese ámbito, entre países. Porque imaginémonos lo que sería nuestra vida si la policía y los jueces actuasen como lo hace la comunidad internacional cuando quiere resolver un conflicto. Para empezar, la policía no intentaría impedir todos los delitos, tan solo los que afectasen a personas de determinadas nacionalidades, con poder adquisitivo o un cierto prestigio social. Y aún así lo haría siguiendo una lógica peculiar.
Si un agente, por ejemplo, se encontrase en la calle con dos tipos peleándose, uno con un cuchillo y el otro con un mondadientes, le pediría al del mondadientes que por favor se dejase apuñalar un rato antes de intervenir. Luego, le preguntaría al del cuchillo que por qué se quería cargar al otro. «Es que intenté robarle la cartera y no solo no se dejó sino que encima me dio un puñetazo» respondería este. Y el policía, sacudiendo admonitoriamente la cabeza, le diría al del mondadientes: «Así que ha recurrido usted a la violencia? Ande, dele la cartera al señor del cuchillo, que yo intentaré que, a cambio, él lo invite a un café en una fecha por determinar mediante un acuerdo negociado por unos señores que viven en Soria y no pintan nada en esto, y así pondremos fin a este lamentable contencioso histórico en el que ambos, reconózcalo, son igual de culpables».
Si el Código Penal fuese como las leyes internacionales, los jueces no pronunciarían sentencias contra los criminales, tan solo emitirían «recomendaciones» o «ruegos». Dirían: «Sr. X., observo con creciente preocupación que es usted un asesino en serie de prostitutas. Le ruego que deje esta fea costumbre, o que al menos no mate de manera desproporcionada, aunque me apresuro a decir que estoy de acuerdo con usted en que lo más urgente ahora mismo es acabar con la prostitución». Así es, si las leyes internacionales rigiesen nuestra vida, las personas honradas estarían siempre en peligro. Por fortuna, al aplicase a otros, esas leyes no nos afectan? Hasta que esos otros seamos nosotros mismos, claro está.
Miguel Anxo Murado